No se termina nunca

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Empezaste a trabajar cuando a penas habías salido de la adolescencia. Te abriste paso en emisoras de radio donde prevalecían los hombres, siempre mayores que tú, siempre más enfáticos, seguros de sí mismos. Dirigiste con éxito programas muy comprometidos al mismo tiempo que criabas un hijo. Te echaron de la radio y te pusiste a escribir guiones para la televisión. Escribías rápido, por encargo, con desenvoltura, con solvencia, con la integridad profesional de quien ha de ganarse la vida trabajando para otros, sin hacer ascos a lo que se presentara, porque de todo se podía aprender. Inventaste un personaje infantil en la radio y tuvo tanto éxito que se convirtió en una serie de libros extraordinariamente populares, en español y en muchos otros idiomas, tan improbables como el vietnamita o el Khmer. Pero tenías siempre la inquietud de hacer otras cosas y te pusiste a escribir películas, igual que habías escrito obras de teatro, y también novelas. Te gustaba escribir cosas humorísticas, pero siempre has sentido rechazo al encasillamiento, y también querías probar otros registros, así que fuiste cambiando poco a poco el tono de tus crónicas, a permitirte ser grave cuando era necesario, a mostrar la amplitud de tus intereses, de tus lecturas, de tus aficiones.

Toda la vida así: haciendo lo que te gusta hacer y lo que sabes hacer; negándote a aceptar una posición subordinada, a dejarte encasillar en un género, en cualquier estereotipo, a practicar el respeto y al mismo tiempo a exigirlo, a ser clara sin aspaviento, rotunda sin sectarismo ni crispación. Toda la vida, año tras año, tantas películas, libros, artículos, entrevistas, ensayos, lecturas.

Pero nada es suficiente. Ahora te encuentras con que un diputado nacional, el portavoz de un partido, enfadado por algo que escribiste sobre él, te sugiera que aproveches que tienes a mano a un académico para preguntarle el significado de la palabra polisemia.